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martes, 26 de noviembre de 2013

EL REALISMO: RETRATO DE UNA ÉPOCA

   

   La literatura realista se ocupó de diferentes aspectos de la sociedad de la época (la burguesía, la crítica a la sociedad, la pintura detallada de ambientes, costumbres y caracteres...). A continuación te proponemos algunos fragmentos que ilustran varias características del Realismo y de su época.

1. La observación objetiva de la realidad. Se busca reproducir la realidad de la época. Para ello se toman como modelo los métodos de observación científica. 
    Lee el siguiente fragmento de Pepita Jiménez, de Juan Valera y responde a las cuestiones:

Mi padre, sin advertir nada, me acusa de extravagante; me llama búho, y se empeña también en que vuelva a la tertulia. Anoche no pude ya resistirme a sus repetidas instancias, y fui muy temprano, cuando mi padre iba a hacer las cuentas con el aperador.
¡Ojalá no hubiera ido!

Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabra.
Yo no estreché la suya: ella no estrechó la mía; pero las conservamos unidas un breve rato.
En la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza.
Había adivinado toda mi lucha interior: presumía que el amor divino había triunfado en mi alma; que mi resolución de no amarla era firme e invencible.
No se atrevía a quejarse de mí; no tenía derecho a quejarse de mí; conocía que la razón estaba de mi parte. Un suspiro, apenas perceptible, que se escapó de sus frescos labios entreabiertos, manifestó cuánto lo deploraba.
Nuestras manos seguían unidas aún. Ambos mudos. ¿Cómo decirle que yo no era para ella, ni ella para mí?; ¡Qué importaba separamos para siempre!
Sin embargo, aunque no se lo dije con palabras, se lo dije con los ojos. Mi severa mirada confirmó sus temores: la persuadió de la irrevocable sentencia.
De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de melancolía. Parecía la madre de los dolores. Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus mejillas.
No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo describirlo, aunque lo supiera?
Acerqué mis labios a su cara para enjugar el llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso.
Inefable embriaguez, desmayo fecundo en peligros invadió todo mi ser y el ser de ella. Su cuerpo desfallecía y la sostuve entre mis brazos.
Quiso el cielo que oyésemos los pasos y la tos del padre vicario que llegaba, y nos separamos al punto.Volviendo en mí, y reconcentrando todas las fuerzas de mi voluntad, pude entonces llenar con estas palabras, que pronuncié en voz baja e intensa, aquella terrible escena silenciosa:

-¡El primero y el último!

   1.1. Explica el tipo de narrador en este texto.
   1.2. La escena refleja una gran emoción y sensibilidad. ¿Por qué considera que es inefable (pasajero) el
          sentimiento amoroso?
   1.3. ¿Qué se describe en este texto?

2. Las descripciones.  Aparecen con frecuencia las descripciones para transmitir la idea más exacta posible de la sociedad contemporánea: incluyen sectores sociales como las clases medias y bajas, y analizan los temperamentos y las motivaciones de los personajes, sus cualidades y defectos. 
     Lee el fragmento de Misericordia, de Benito Pérez Galdós y responde a las cuestiones:

Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se entra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises. La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pues en donde quiera que para cualquier fin se reúnen media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás, y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla pequeña y vivaracha, irascible, parlanchina, que resolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. [...]
La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente, era, además de nueva, temporera, porque acudía a la mendicidad por lapsos de tiempo más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin duda por encontrar un buen acomodo o almas caritativas que la socorrieran. Respondía al nombre de la señá Benina (de lo cual se infiere que Benigna se llamaba), y era la más  callada y humilde de la comunidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas  de perfecta sumisión a la divina voluntad. Jamás importunaba a los parroquianos que entraban o  salían; en los repartos, aun siendo leoninos, nunca formuló protesta, ni se la vio siguiendo de cerca  ni de lejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba con miramiento a la Casiana, con respeto al cojo, y únicamente se permitía trato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de la decencia, con el ciego llamado Almudena, del cual, por el pronto, no diré más sino que es árabe, del Sus, tres días de jornada más allá de Marrakesh. Fijarse bien. 
Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y obscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera, y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en la frente; sobre ella pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergenio y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesto de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podría creerse que hacía las veces de esta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo. 

    2.1. Sintetiza cómo se realizaba la mendicidad en la época de Galdós.
    2.2. ¿Qué tipo de descripción de persona se realiza? ¿Tiene relación con el texto de Juan Valera?
    2.3. Divide el texto en partes atendiendo a qué se describe en cada una de ellas.

3.La influencia del Naturalismo.
   Lee el siguiente fragmento de ¡Adiós, Cordera!, de Leopoldo Alas "Clarín y responde a las cuestiones:

   ¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Pinín y la Cordera. 
   El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una  colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped. 
   Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio. 
   La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. [...]
   Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron, A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio. 
   El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle. 
   El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carne, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo. 
  "¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. 
  "¡Ella será una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela!" [...] 
   Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín que, por ser, era como un roble. 
   Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prao Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera, multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña. que dejaban para ír a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían. 
   Pinín, con medio cuerpo afuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba exclamando. como inspirado por un recuerdo de dolor lejano: 
   -Adiós, Rosa! . . . ¡Adiós, Cordera! 
   -¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma! . . . 
   "Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos: carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas." 
   Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbidos que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos . . . 
  ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que era un desierto el prao Somonte. 
  -¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera! 
   Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!. bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte. 
   En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante: 
   -¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

   3.1. Este texto narra un suceso. ¿Cuál?
   3.2. Señala las partes descriptivas e indica qué se describe en cada una de ellas.
   3.3. El relato realista denuncia costumbres sociales. Identifica los aspectos que critica Clarín en el cuento.
   3.4. El cuento opone la inocencia y bondad de los niños frente a la maldad del mundo desconocido para 
         ellos. Explica estas postura moral del autor.

4.Lenguaje sencillo. Emplea una prosa sencilla y clara, que refleja la manera de hablar de los personajes según su clase social.
   Lee el siguiente fragmento de Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán y responde a las cuestiones:

   Apartó la muchacha a un lado el botín, y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete  enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan;  luego se dió prisa a revolver y destapar tarteras, y tomó del vasar una sopera magna.
            De nuevo la increpó airadamente el marqués:
            —¿Y los perros, vamos a ver?  ¿Y los perros?
            Como si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron desde el rincón más oscuro, y, olvidando el cansancio, exhalaron famélicos bostezos, meneando la cola y husmeando con el partido hocico.  Julián creyó al pronto que se había aumentado el número de canes, tres antes y cuatro ahora;  pero al entrar el grupo canino en el círculo de viva luz que proyectaba el fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a cuatro años, cuyo vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones de blanca estopa, podía desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, con quienes parecía vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y más estrecha fraternidad.  Primitivo y la moza disponían en cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote;  y el marqués—que vigilaba la operación—, no dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara de hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fué distribuyendo en las cubetas.  Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogación y deseos, sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza;  a una voz de Primitivo, sumieron de golpe el hocico en ella, oyéndose el batir de sus apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su lengua glotona.  El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando los dientes y exhalando ronquidos amenazadores;  de pronto, la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanzó una feroz dentellada que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole a refugiarse más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales.  Julián, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeció del chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que, a pesar de la mugre, la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo.
            —¡Pobre!— murmuró cariñosamente.  —¿Te ha mordido la perra?  ¿Te hizo sangre?  ¿Dónde te duele;  me los dices?  Calla, que vamos a reñirle a la perra nosotros.  ¡Pícara, malvada!
            Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués.  Se contrajo su fisonomía:  sus cejas se fruncieron, y arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco movimiento le sentó en sus rodillas, palpándole las manos a ver si las tenía mordidas o lastimadas.  Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido, soltó la risa.
            —¡Farsante!— gritó.  —Ni siquiera te ha tocado la Chula.  Y tú ¿para qué vas a meterte con ella?  Un día come media nalga, y después lagrimitas.  ¡A callarse y a reírse ahora mismo!  ¿En qué se conocen los valientes?
            Diciendo así, colmaba de vino su vaso y se lo presentaba al niño, que, cogiéndolo sin vacilar, lo apuró de un sorbo.  El marqués aplaudió:
            —¡Requetebién!  ¡Viva la gente templada!

   4.1. Explica cómo se manifiestan en este relato el despotismo y la crueldad del marqués.
   4.2. Observa el lenguaje. ¿Se corresponden con el estilo propio del Realismo? Justifica la respuesta.

5. El Naturalismo.  Es una evolución del Realismo. Defiende la idea de que el comportamiento humano es fruto de su herencia genética y del medio en que vive.
   Lee el siguiente fragmento de La Barraca, de Vicente Blasco Ibáñez y responde a las cuestiones:

   No eran flojos los trabajos sufridos por don Joaquín para hacerse entender de sus discípulos y que no reculasen ante el idioma castellano. Los había de ellos que llevaban dos meses en la escuela y abrían desmesuradamente los ojos y se rascaban el cogote sin entender lo que el maestro quería decirles con unas palabras jamás oídas en su barraca.[...]
   Interpelaba a toda aquella pillería roñosa, de pies descalzos y faldones al aire, con desmesurada urbanidad.
   -A ver, señor de Llopis, levántese usted.
   Y el señor de Llopis, un granuja de siete años, con el pantalón a media pierna, sostenido por un tirante, echábase en el banco abajo y se cuadraba ante el maestro, mirando de reojo la terrible caña.
   -Hace un rato que veo a usted hurgándose las narices y haciendo pelotillas. Vicio feo, señor de Llopis; crea usted a su maestro. Por esta vez pase, porque es usted aplicado y sabe la tabla de multiplicar; pero la sabiduría es poca cosa cuando no va acompañada por la buena crianza. No olvide usted esto, señor de Llopis.
   Y el de las pelotillas lo aprobaba todo contento de salir de la advertencia sin el cañazo, cuando otro grandullón que estaba su lado en el banco y debía guardar antiguos resentimientos, al verlo en pie y con las posaderas libres, le aplicó en ella un pellizco traidor.
   -¡Ay! ¡Ay!... Siñor maestro -gritó el muchacho-. Morros d'aca me pellisca.
   ¡Qué explosión de cólera la de don Joaquín! Lo que más le irritaba era la afición de los muchachos a llamarse por los apodos de sus padres y aun a fabricarlos nuevos.
   -¿Quién es Morros d'aca?... El señor de Peris, querrá usted decir. ¡Qué modo de hablar. Dios mío! Parece que esto sea una taberna... ¡Si a lo menos hubiese usted dicho Morros de jaca! Descrísmese usted enseñando a estos imbéciles. ¡Brutos!!...
   Y, enarbolando la caña, empezó a repetir sonoros golpes: al uno, por el pellizco, y al otro, por «impropiedad de lenguaje», como decía, bufando, don Joaquín sin parar en sus cañazos. Tan a ciegas iban los golpes, que los demás muchachos se apretaban en los bancos, cabeza en el hombro del vecino; y a un chiquitín, el hijo pequeño de Batiste, asustado por el estrépito de la caña, se le fué el cuerpo.
   Esto amansó al profesor y le hizo recobrar su perdida majestad, mientras el apaleado auditorio se tapaba las narices.
   Doña Pepa -dijo a su mujer-, llévese usted al señor de Borrull, que está indispuesto, y límpielo detrás de la escuela.
   Y la mujerona que tenía cierto afecto a los tres hijos de Batiste porque pagaban todos los sábados, agarró de una mano al señor de Borrull, el cual salió de la escuela balanceándose sobre las tiernas piernecitas, llorando todavía el susto y enseñando algo más que el faldón por la abertura trasera de los calzones.
   Pasados estos incidentes, volvía otra vez la lección cantada, y la arboleda parecía estremecerse de fastidio al tamizar entre sus ramajes este monótono sonsonete.

   5.1. ¿Podríamos considerar este relato como un texto realista? Justifica tu respuesta.
   5.2. Se dice que Blasco Ibáñez es el autor más representativo del Naturalismo en España. Señala los                    principales rasgos naturalistas.

SACAR CONCLUSIONES
a) ¿Crees que en todos los textos anteriores queda reflejada la observación de la realidad? ¿Por qué?
b) ¿Crees que los autores de estos textos tienen alguna intención didáctica o social? ¿Denuncian alguna situación?

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